Por Juan Baca
Chichiriviche es un pueblito que queda sobre el Mar Caribe venezolano. Un páramo lejos de todo lo que se cocina en Maracaibo y caracas dónde cada año se podría hacer una montaña con la cantidad de muertos que hay.
Yo fui para allá para descansar y sentir la brisa del mar después de haber estado tantas semanas en Maracaibo juntando hollín y mugre, con los
pies negros chivando por entre los dedos y las ojotas. Hirviéndome de día y horneándome de noche. Pero como dice una canción: tan mal no la pasé. También fui para conocer los cayos, esas islitas que no son verdaderamente islas y que prometían ser el paraíso.
Pasé dos días en el pueblo. Estaba muerto de soledad. Me embarqué en una lancha equipado con dos bidones de agua dulce, fideos, unos calditos Maggi especias, mi cuchillo de acero de Tandil y unos dólares que eran todo mi capital en el mundo.
Fueron cuarenta minutos de lancha hasta que el mar pasó tomar ese color celeste que tienen las playas caribeñas. A eso de las diez de la mañana ya estaba en cayo sombrero.
Mar azul, arena blanca y palmeras que crecían recostadas sobre el mar como si por la noche de alguna manera, no me pregunten cómo, se lo garcharan. Una islita de un kilómetro de largo por quinientos metros de ancho. Tanta claridad me hacía arder los ojos.
Combiné con el ojilla que pasara a buscarme en tres días. Era un lanchero viejo con algo de barba. Seco pero agradable. Me dijo que si me acababa el agua tomara agua de coco y que tuviera un poco de cuidado. – Saben pasar bandidos y piratas por la noche-. Después se fue con su lanchita de madera. Lo primero que hice fue bañarme en esa agua y dormir a la sombra de una palmera siempre temeroso de que me cayera un coco en la cabeza y pasara a valores. Desperté ya de noche. Ni había recorrido la isla. Tenía hambre y necesitaba un fuego, para lo que había que buscar leña. Mire el panorama y me pareció ver un fuego en la otra punta de la isla. La que daba al mar abierto. Me acerqué. Resultaron ser unos viajeros que estaban en la isla desde hacía una semana. Lucas, un pibe de Rafaela; Fernando su compañero de viaje, de Santa Fe, tenía puesta una remera de Colón; y Ángel, un pibe venezolano que venía yirando por el país desde que se fue de su casa a los diez años. Iba a cumplir dieciocho en unos días y ya podría dejar Venezuela y mandarse a recorrer el continente. Me hizo acordar a Oliver Twist o a Huckle Berry Finn (creo que se llamaba así), esos niños huérfanos picarescos y divertidos. Un aventurero. Había encajado bien con los otros dos que le llevaban como diez años.
Les pregunté si podía hacer unos fideos en su fuego y en seguida me dijeron que me quedará en su ranchada. Busqué mis cosas y me acomodé ahí. Era una noche oscura pero la luz de las estrellas y la luna en cuarto permitía distinguir dónde terminaba el arrecife de coral que volvía el agua celeste clarito y dónde empezaba el abismo de mar profundo y azul con sus misterios.
Ángel se levantó a buscar unos cocos y se perdió en la noche. Yo llené la olla que me prestaron con un poco de agua, le eché un caldito y la pusé al fuego. Cuando hirvió el arroz. Los argentinos me pasaron unos tragos de guaro. Fernando me ofreció unas cebollas y unas zanahorias.-Mandaleesto.- dijo. –De una- respondí. Las corté con mi cuchillo tandilero y las mandé al agua. Muy así nomás. Lucas me dijo que las zanahorias no se iban a llegar a hacer. Yo pensé que también me gustaban crudas pero respondí – que boludo-. Nos reímos un toque.
Comí y me puse en pedo con el aguardiente, era un guaro barato pero de los que superan el veinte por ciento de graduación alcohólica. De esos que, por lo feos, obligan a gemir un poco después de trago. Para cuando llegó Ángel yo ya estaba para atrás. Cayó con una cantidad de cocos que no cualquiera hubiera podido cargar.
Al ver que nos habíamos acabado el guaro y que habíamos usado las zanahorias, que al parecer las había llevado él, se calentó. Discutía con Lucas en voz baja. No paraba de decir boludo, lo pronunciaba lento y arrastrado y no aceptaba el argumento del rafaelino de que ya iban más de cinco días de convivencia y que las cosas eran comunitarias. Lucas era un pibe muy tranquilo y trataba de esquivar el conflicto y apaciguar un poco. Ángel volvía con el tema una y otra vez. Yo le ofrecí un poco de lo que había sobrado de comida. Me miró y negó con la cabeza mientras chistaba. Al rato se calmó un poco y se fue a tirar a unos metros del fuego. Me dormí.
A las siete nos despertó el sol. Yo tenía una resaca atroz. Ángel no estaba en el campamento. Fede, el santafesino me pidió el cuchillo para abrir unos cocos. Desde que había perdido el de ellos los venían abriendo contra las piedras y los cuchillitos y pincitas de artesanos que tenían no alcanzaban para penetrar la corteza dura del coco. Busqué el acero de Tandil pero no lo encontré. No estaba. Yo nunca fui muy ordenado pero parecía que alguien había revuelto la bolsa en la que llevaba mis cosas. Revolví más. Tampoco estaba la plata, ni mis documentos.
Miré a los dos argentinos y les comenté la situación. Tranquilamente podía haber sido uno de ellos. Era una situación muy delicada. El ambiente de buena onda y solidaridad entre viajeros se había roto y sospechaba de todos.
-¿Dónde está Ángel? Preguntó Fede.
-Está por ahí, hoy todavía no lo vi. ¿Vos pensás que fue él? Es un pan de dios, tiene diceisiete años y aparte quien va a ser tan pelotudo de robar en esta isla? Respondió Lucas.
-Si no fue él quedamos nosotros dos y ya nos conocemos de años.-
- No me gusta echar culpas- dije – pero si viene voy a hablar con él.
- Se llevó tu cuchillo, y ese pibe tiene más calle que nosotros tres juntos – tiró Fede. – Si vas a decirle algo te conviene estar dispuesto a ir al frente, capaz se lo llevó porque pensaba que te iba a caber y no ibas a decir nada.-
-Si saca el cuchillo o mato.-
-Bueno pero metele pata para encontrarlo que a las diez iba a venir una lancha a traer agua y querrá arrancar en esa. No puede estar en otro lado que en el bosque de palmeras, la isla esta es diminuta.-
Lo primero que se me ocurrió fue ir a recibir la lancha y encararlo ahí. Me moví para la orilla de la isla que daba a continente y a los quince minutos llegó la lancha. El lanchero me dio el agua y me preguntó si alguno quería volver. Le dije que volviera en cinco días. Vi cómo la lancha de madera se alejaba hasta volverse un punto en el horizonte y desaparecer. Ahora nadie se podía ir de a isla. La próxima lancha recién era al día siguiente, si es que el Ojilla no me garcaba. Ya le había pagado así que era posible.
Volví al campamento, los santafecinos tejían macramé atando las guías de los tejidos a los pulgares de los pies. Pensé que, al no haber lancha, Ángel volvería en algún momento y yo recuperaría mis cosas. Y aparte estaba sin agua y el calor era sofocante.
Se hizo de noche y el pibe no apreció. Lucas no me hablaba mucho, seguro me veía como el factor del quilombo. Se sentía mucha adrenalina en el aire. Tensión. Ya de madrugada Fede me dijo que si de verdad quería mis cosas tendría que ir al palmar a buscarlo y que sino lo dejase ir. La idea de meterme en ese bosque me dio terror pero después de pensarlo un rato concluí que Fede tenía razón. Me sentí listo. Yo sólo quería mis cosas. A lo mejor el pibe no quería bardo y me las daba y listo. A lo mejor se pudría todo. Caminé solo para allá. Pensé que Fede me acompañaría después de tanto agitarla pero no quería saber nada. Le tenía miedo. Yo también tenía miedo pero igual fui. Er alago inexpicable todo me decía que deje ir las cosas pero mi cuerpo avanzaba. La noche estaba oscura como la anterior y al entrar en la arboleda se volvió la penumbra misma.
Yo arrastraba despacio los pies para no tropezar con nada que me mandara al frente. No anduve mucho hasta que lo vi. Estaba recostado entre dos palmeras. Yo y casi no sentía miedo, o que me daba algo de miedo pero ese miedo ya era otra cosa. Hice algunos ruidos al tropezar con unas hojas de palma. En el silencio sonó fuerte, me agache al lado de una palmera y lo vi mirar alrededor, se quedó mirando unos segundos adonde estaba yo pero no me vió. Yo tomé un coco del piso, me paré rápido, apunté bien y se lo tiré con toda mi fuerza. Le pasó muy cerca y pegó en una palma detrás de él. Se paró y dijo en voz muy fuerte – argentino boludo- se rió y sacó el cuchillo. – ¿Querés tus cosas? Vení a buscarlas boludo. Vení que te voy a sacar las tripas.
A cada palabra avanzaba un paso más. El cuchillo reflejaba algo de luz la poca de la noche. – Me mata – me dije. No estaba ni a tres metros cuando vi la piedra. Entraba en mi mano cerrada pero era bien pesadita. Esta vez no le podía pifiar. Mientras pensaba en eso mi instinto le tiró un piedrazo. Estaba muy cerca. Le dio entre la nariz y el ojo izquierdo. Se quedó parado, sin perder la sonrisa. – Boluuudo- dijo y su nariz y su ojo empezaron a sangrar. Y se desplomó. Se movía en el piso como intentando levantarse. Di dos pasos bien largo hasta él y le saqué el cuchillo. Todavía lo tenía en la mano. Se lo traté de sacar y forcejeamos. Me agarró fuerte. Tenía el ojo todo blanco y lleno de sangre. Eso ya no era un ojo. Me costó sacarle el cuchillo a pesar de que estaba medio tarado por el cascotazo. Hundírselo en el corazón fue más fácil. Parecía que nunca iba a dejar de moverse. Pero lo hizo. Me quedé unos segundos ejerciendo presión hasta que vi que todo había terminado. Sentí una mano en el hombro. Lucas. Me preguntó si estaba bien. Miró el cuerpo y me dijo que había que descartarlo rápido. Se me ocurrió atarle unas rocas con los cabos de la carpa. Lo tiramos al abismo que estaba al final de los corales. Se hundió rápido y se fue al fondo del mar. Antés recuperé mis dólares de su bolsillo. Algo raro, no estaban todos ¿Qué los habría hecho?
El día siguiente fue muy tranquilo. Ni se mencionó el tema. De a ratos me invadía la sensación de que no tenía ni una sombra de preocupación en el mundo. Entrada la tarde apareció la lancha del Ojilla. No me había garcado después de todo. Los pibes se quedaron ahí. Yo me subí a la lancha y me senté en un tablón con los piés hundidos en el agua que había en el piso.
–Veo que no hubo problemas con los bandidos-
- Tengo un Ángel aparte. ¿qué profundidad hay cuando termina el coral?-
- Pfffff, no se. Pero mucha.-
Yo nunca había visto un mar tan azul ni arena tan blanca.