
Ahí estaba yo. Sentado, sin poder mover los brazos. Como de costumbre cada vez que me trasladaban. Al lado mío, con sus arrugas fuertemente marcadas y su sonrisita irónica se sentaba mi acompañante. Miré por la ventana y me encontré con un paisaje árido, una estación bastante deteriorada, y un cartel grande donde resaltaba la palabra “ROBERTO”. No se bien que pasaba dentro del local al que se refería el cartel, pero parecía una cantina barata, donde los hombres del pueblo pasaban la noche matando sus penas. Dentro del vagón, la situación era bastante angustiante. Delante de nuestros asientos, se encontraba una madre y sus dos hijos. Se veía como sus rostros sudaban y sufrían el acaloramiento. El gordito, parecía tener no más de trece años, llevaba puesto una camisa rayada y avejentada, y en su cabeza rapada se veían los puntos de transpiración. Junto a él se sentaba su hermanita. Una pequeña rubiecita de siete años, con ojos claros y bastante desarreglada. La chiquita se rascaba la cabeza continuamente.
-¿Otra vez con piojos nena?, le dijo la madre con un tono amenazador. Era una mujer bastante joven y bella, aunque se notaba que llevaba una vida demasiado miserable para ocuparse de su estética corporal, lo que la hacía verse como una mujer sencilla y bastante despreocupada por su vestimenta.
Entre el resto de los pasajeros se encontraban parejas, numerosos grupos familiares, hombres de traje y algunos otros muy solitarios, con atuendos clásico del baquiano del pueblo y la infaltable petaca en la mano. Uno de estos hombres me llamó mucho la atención. Estaba en el asiento de adelante. Muy cerca de la puerta que comunicaba nuestro vagón con el próximo. Era un hombre grandote, con una gran y melenuda barba negra. Llevaba puesto un sombrero negro y un pañuelo rojo rodeándole el cuello.
Me quedé dormido por unos minutos. Al despertar mi acompañante no estaba. Una situación muy extraña ya que siempre me vigilaba. Podía mover los brazos. Decidí recorrer el tren y empecé a caminar por todos los vagones. Topé con la cabina del chofer donde me encontré al hombre de barba saliendo. Conforme con el recorrido, volví hacia mi asiento. El tren arrancó. El paisaje que envolvía a las vías era desértico y polvoriento. A medida que el tren avanzaba nos acercábamos más a las montañas, que no podían ser bien divisadas debido a las nubes de polvo que lo impedían. Los pasajeros estaban demasiado inquietos. Protestaban y al mismo tiempo se preguntaban que estaba pasando. El hombre de barba seguía sentado solo, bebiendo de su petaca. Noté algo en la chaqueta que llevaba. Era la tarjeta personal del doctor. Mi acompañante. En los vagones de adelante la gente gritaba. El guarda avanzaba vagón por vagón informando algo que a las personas las sacaba de quicio, al punto de tirarse del tren en movimiento. El hombre de barba había dejado el asiento. Cuando el guarda llegó a nuestro vagón, la luz se apagó y los gritos formaron parte de una escena desesperante. No sabía bien que estaba pasando y porqué la gente estaba tan alterada. Empezaron a romper las ventanas y escapaban del tren. La luz se volvió a prender. El hombre de barba sacaba la daga del cogote del guarda. Y ahora me estaba mirando a mí. Mis manos estaban ensangrentadas. Pensé que en el momento de oscuridad había intentado matarme. Así que me tiré por la ventana. Afuera la gente corría desesperada. Adentro del tren todavía se encontraba la chiquita rubia que no se animaba a saltar. Decidí entrar y ayudarla. El transporte, estaba casi vacío. A lo lejos vi al hombre de barba llevando a la nena de los pelos. Pensé en meterme en el baño y emboscarlo cuando pase por ahí. Al entrar me horroricé. El cadáver del doctor yacía sobre el mejitorio. Salí y me encontré con el hombre de barba obligando a la niña a meterse en otro baño. No lo podía permitir. Corrí hacía el pisando otros cadáveres de pasajeros que reposaban en el suelo.
- Con ella no hijo de puta!! . Con ella no por favor!!.
Me miró sonriendo y me dijo:
- Vamos hombre, no te refugies en mi. Son tus pecados no los míos.
No se que me había querido decir pero no me importaba. El sujeto de barba pasó con la niña en sus brazos frente a un hombre, pero éste no hizo nada para detenerlo, solamente corrió. Me topé con la puerta del baño. Estaban ahí adentro. Tenía que detenerlo. No podía dejar que mate a la pequeña. La puerta estaba trabada.
- Abrí la puerta hijo de puta!!. Ya igual no tenes salida . Esta la policía afuera.
- ¿Estás seguro que soy yo el que no tiene salida?
- Si enfermo mental. Vas a pasar tu vida encerrado en la cárcel. Entregate ya esta.
- Acá el único prisionero sos vos. Y estas en la peor cárcel de todas. Tu cabeza.
Derribé la puerta de una patada. Pero ¿ Donde estaba?. La niña estaba desangrada sobre el piso del baño. Pero de él no había un solo rastro. Ni siquiera el baño tenía ventanas por donde escapar. Había desaparecido. La única pertenencia del asesino de barba que quedaba era la daga. La daga con la que mató a más de seis pasajeros y al chofer. Pero la daga estaba en mis manos. Unas manos llenas de sangre. Revisé mi chaqueta. La tarjeta personal del doctor. Salí del baño y escuché a la policía invadiendo el tren. Me buscaban y no tenía escapatoria. Me senté. Ahí estaba tirado el chaleco de fuerza totalmente despedazado. Miré por la ventana. “ROBERTO”. El tren ni si quiera había arrancado.
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